miércoles, 4 de diciembre de 2013

NO HAY MAYOR CIEGO…

"El primer paso de la ignorancia es presumir de saber" Baltasar Gracián.

Es difícil ponerse frente al espejo y reunir la dosis necesaria de autocrítica para reconocer las virtudes y defectos propios. Casi me atrevería a afirmar que es un ejercicio que  roza lo imposible. De hecho, nuestra mente está programada justo para lo contrario. Venimos de serie equipados con una compleja serie de mecanismos de autodefensa que se activan para protegernos frente a las amenazas del entorno y, por supuesto, especialmente ante los ataques propios que, por otra parte, acostumbran a ser los más peligrosos y encarnizados. Así, nuestra mente está siempre alerta para, en el caso de que las cosas nos vengan mal dadas, dulcificar los hechos y llevarlos a nuestro terreno, encontrando convincentes argumentos que nos eximan de toda responsabilidad. Nos adentramos así en el fértil terreno de las excusas, los infortunios y las justificaciones, que nos sirven para poner a salvo nuestra autoestima. Este proceso, en principio positivo, no deja de estar exento de ciertos riesgos.

Así, un exceso de celo en nuestra autoprotección nos lleva a inventar una realidad paralela, en la que desfiguramos de tal manera los hechos que los dejamos prácticamente irreconocibles. Todo con tal de evitar asumir la más mínima autocrítica, todo con tal de mantener a salvo nuestro orgullo, nuestro ego. Acostumbrados a ver el mundo de esta manera (la nuestra), rechazamos cualquier argumento que mínimamente ponga en entredicho nuestras convicciones, nos enrocamos en ellas, nos endiosamos y convencemos de que somos poseedores de verdades universales y esto, paradójicamente, nos convierte en ignorantes. Adentrados en este sendero es cada vez más difícil salir de él, puesto que la ignorancia es una bestia prepotente y fanática que suele alimentarse de sus propios comentarios. Como dice el refrán la ignorancia es la madre del atrevimiento.

Una de las fórmulas más eficaces para sacudir nuestra consciencia y despertarnos de ese falso sueño es ver reflejadas nuestras actitudes en los demás. Todas las trabas y dificultades que encontramos para la crítica propia se esfuman cuando cambia el objetivo. Cuando se trata de linchar al otro, todo el mundo parece sentirse autorizado. Sin embargo, lo realmente doloroso sucede cuando en medio de ese linchamiento colectivo, seguramente con nuestras barreras defensivas aturdidas, nos damos cuenta de que las pedradas que con más rabia lanzamos son las que dirigimos hacía nuestros propios defectos. De repente reconocemos en la paja del ojo ajeno la viga propia. Es el momento de la sacudida, del despertar de la consciencia, el momento afortunado en el que se enciende la luz y podemos ver… o no. Porque no hay mayor ciego que el que no quiere ver.

A menudo suelo utilizar “cortos” en clase con mis alumnos y considero que son una buena herramienta para conseguir ese despertar, esa reflexión en el fondo propia, pero en la forma ajena. Para mí suponen una estrategia perfecta para invitarles a enfrentar sus excusas y sus miedos. La semilla está sembrada, que consiga o no el objetivo eso solo el tiempo lo dirá.

Recientemente he descubierto una de esas “semillas” para despertar consciencias en el cortometraje “Pipas” de Manuela Moreno. El corto es una joya de poco más de tres minutos que recoge a la perfección este objetivo. Una invitación en toda regla a mirarse el ombligo dirigida a los jóvenes y también a la sociedad en general (especialmente al sector educativo) que consiente que se expanda el virus de la ignorancia, ajena a los peligros que ello comporta. También en esto me sirve el título del post de hoy...




¡FELIZ REFLEXIÓN!


martes, 19 de noviembre de 2013

LA INERCIA DEL “EFECTO MATEO”

“Pues yo os digo que a todo el que tiene, se le dará; más al que no tiene, aun lo que tiene se le quitará”

Esta es una conocida cita bíblica que, aunque se le atribuye a Mateo, también fue recogida por otros evangelistas. De hecho esta cita aparece hasta en cinco ocasiones en el Nuevo Testamento. Aparentemente la cita se encuentra bastante alejada de los supuestos de igualdad de oportunidades y justicia social aunque, mal que nos pese, retrata con bastante fidelidad un efecto que suele darse con frecuencia en nuestras aulas.

La cita aparece en la biblia como conclusión a la llamada “parábola de los talentos”, en la que se cuenta como un hombre que debía salir con urgencia al extranjero repartió de manera desigual su dinero entre sus siervos (dando a cada cual según su capacidad, matiza el texto). De esta forma al primero le entregó cinco talentos, a otro dos y al último solo uno. Aquellos a los que dio más decidieron negociar con el dinero consiguiendo doblar sus cantidades, sin embargo, al que entregó solo uno, tuvo miedo de perderlo y decidió enterrarlo y esperar la vuelta del patrón. A su regreso los tres fueron a recibirle y le mostraron el dinero prestado más los intereses ganados. Al llegar el turno del último, el señor  enfurecido le recriminó su actitud y sentenció quitarle su única moneda para entregársela a aquel que tenía más. Y es aquí donde, a modo de conclusión, aparece la conocida sentencia.

En el campo educativo nos encontramos con alumnos que disponen de más o menos talentos (en este caso referidos a capacidades). Y aunque cada cual decide invertirlos de manera diferente suele darse la pauta común que, aquellos que más “talentos” tienen suelen aprovecharlos para hacerlos crecer, mientras los que menos tienen suelen mostrarse más precavidos, más conservadores, y no suele ser infrecuente, que acaben incluso perdiendo lo poco que tenían. Este efecto, aplicado en concreto al proceso de aprendizaje de la lectura, se le denominó en psicología como Efecto de san Mateo, que consistiría en la traslación a la práctica educativa del consabido “dinero llama a dinero”.

Aquellos alumnos con facilidad para aprender y que experimentan éxitos tempranos suelen convertirse en buenos estudiantes, buenos negociantes según la parábola, que van doblando su capital inicial, mientras que, aquellos que fruto de sus escasos talentos fracasan en la adquisición de la lectura (sería aplicable a cualquier aprendizaje instrumental), suelen iniciar una espiral descendente que les lleva a acumular decepciones en varias parcelas. Llegado el momento de la evaluación, el regreso a casa del patrón, los comentarios a pie de boletín se encargan de parafrasear la bíblica cita: “Al que tiene…”

Es por ello que la Educación debe atender a este efecto e intentar compensar su incidencia, ejercer una función correctora destinando, por ejemplo, más recursos a aquellos que más lo necesitan. Y además, este “reparto extra de talentos” debe producirse en edades tempranas, evitando así que el miedo paralice a estos alumnos y les dé por “enterrar” su único talento con tal de no perderlo. Facilitar y reforzar experiencias de éxito tempranas estimulará a los alumnos menos talentosos a abandonar esta zona de inseguridad y los animará a poner en juego sus escasos recursos para poder, como el resto de sus compañeros, disfrutar del hecho de poner su talento a producir. Con ello estaremos invirtiendo la inercia del pernicioso efecto Mateo y siendo más justos con los alumnos y... sus talentos.


¡FELIZ REFLEXIÓN!

miércoles, 13 de noviembre de 2013

UN CUENTO PARA DESPERTAR A LOS PADRES

Solemos asociar los cuentos con fantásticas historias que contamos a nuestros hijos a la hora de acostarlos, y que esperamos les abran la puerta a un mundo de fantasía y sueños. Así a través de estas, aparentemente insignificantes historias, conseguimos crear momentos mágicos de complicidad y cercanía con nuestros pequeños. Sin embargo existen otros cuentos, otras historias, que más allá de abrirnos las puertas de los sueños nos despiertan a la vida, nos sacuden la consciencia y nos invitan a mirarnos por dentro.

Estos cuentos para despertar, que suelo utilizar a menudo en el blog, son una invitación a detenerse en el camino, a pensar sobre lo que somos y hacemos y lo que creemos ser. Una llamada a la necesaria reflexión que nos permite madurar, crecer interiormente y sentir más coherencia entre nuestros valores, pensamientos y acciones. Esta reflexión se hace más imprescindible si cabe cuando hablamos de educación. La transcendental influencia que como educadores ejercemos sobre nuestros alumnos o hijos nos obliga a comprometernos en ese proceso de mejora constante.

Recientemente publiqué un cuento para despertar a los profesores, adaptando una historia de Elizabeth Silance Ballard, que rápidamente se convirtió en la entrada más visitada del blog. Hace algunos meses ya había publicado un cuento para despertar a los alumnos y, como la serie estaba incompleta, hoy el cuento lo dedico a la tercera pata de la mesa educativa: los padres. El cuento dice así…

Un joven matrimonio entró en uno de las mejores tiendas de juguetes de la ciudad. Los dos estaban entretenidos mirando, sin prisas, todos los juegos y juguetes apilados en las estanterías. Había muñecas que lloraban y reían, juegos electrónicos, construcciones, peluches gigantes, instrumentos musicales… pero no acababan de decidirse. Al acercarse la dependienta, la esposa le preguntó:

-Perdone señorita, tenemos una niña pequeña, pero estamos casi todo el día fuera de casa y, a veces incluso hasta de noche.

-Es una cría que apenas sonríe – añade el marido.

-Quisiéramos comprarle algo que la hiciera feliz – añade la esposa – algo que le diera alegría aun cuando no podamos estar más tiempo con ella.

-Lo siento- sonrió la dependienta- pero aquí no vendemos padres.

*IMAGEN: Escultura de la familia de Manuel García Linares. Gijón.

¡FELIZ REFLEXIÓN!


miércoles, 6 de noviembre de 2013

EDUCAR DESDE EL INTERIOR

Durante décadas los psicólogos se han visto enzarzados en una contumaz controversia entre el peso de la herencia y el ambiente en la conducta. Así, ambientalistas e innatistas, han defendido obstinadamente posturas antagónicas. Los psicólogos conductistas defendieron hasta el extremo la importancia de los factores ambientales, llegando al extremo de asegurar que a través del entrenamiento adecuado se podía obtener cualquier resultado deseado (sólo cabe recordar la famosa afirmación de Watson), prescindiendo de variables como el talento o la vocación.  Desde este punto de vista, la aplicación de las técnicas de modificación de conducta al sistema educativo (premios/castigos) permitía diseñar un patrón ideal de comportamiento al que todos los alumnos, con pequeñas variaciones, podrían ajustarse. Este sistema educativo, basado en el exhaustivo diseño y control de todos los elementos del curriculum, incluyendo por supuesto el metodológico, permite asignar a la educación la capacidad creadora propia del profesor Frankenstein.  La “educación productora” se desarrolló al amparo de la revolución industrial posibilitando cubrir el suministro de trabajadores medianamente cualificados a las empresas.  Si bien también es cierto que esta demanda posibilitó el nacimiento de sistemas educativos universales, dirigidos a la totalidad de la población.

Por contra, los innatistas defendían el determinismo genético, asegurando que de la misma manera que nuestra herencia determina nuestra altura o color de ojos, condiciona igualmente nuestra inteligencia o sociabilidad. Llevadas al extremo, estas teorías llegaron a demostrar la supremacía intelectual de unas razas sobre otras, defendiendo por tanto, la inutilidad de determinadas inversiones en colectivos “infradotados” genéticamente. Estos presupuestos aplicados a la educación servirían para defender propuestas basadas en la segregación y la atención diferenciada a los alumnos en función de variables como la raza o el sexo, ajustando así los objetivos a las expectativas previas. Esta “Educación sentenciadora” también dejó su impronta en varios modelos educativos.

Sin embargo, con el paso del tiempo, las posiciones han ido moderándose y al tiempo que las evidencias científicas demostraban el enorme peso de la herencia en las variables conductuales, aparecía el término de neuroplasticidad para atenuar su influencia y abrir nuevamente la puerta a los factores ambientales.  Las recientes aportaciones de la neurociencia suponen encontrar el necesario punto de encuentro y consenso entre ambas corrientes.  La herencia reparte las cartas pero es el ambiente el que decide las reglas del juego. Utilizando el mundo vegetal como ejemplo, la semilla sólo germina si encuentra las condiciones adecuadas para hacerlo.

Las recientes aportaciones van más allá al afirmar que el aspecto verdaderamente fundamental se encuentra en la interacción entre ambos aspectos. Así, lo realmente posibilitador es cómo el ambiente interactúa con la predisposición genética, llegando incluso a poder modificarla. Por ello hablamos de plasticidad cerebral.

Estas observaciones tienen una importancia capital para el campo educativo, pues descartan de manera contundente las teorías de “tabula rasa” en las que se compara al niño con una vasija vacía que hay que llenar de contenido. La neurociencia demuestra que los niños vienen con “equipamiento de serie”, con predisposiciones genéticas, con respuestas y preferencias programadas. Ello convierte a cada niño en un ser diferencial y único, y que consecuentemente necesitará de estímulos ambientales diferentes.

Un sistema educativo de “café para todos”, que ostente falsas pretensiones de universalidad y justicia al ofrecer a todos sus alumnos un curriculum común es, en realidad, una de las mayores afrentas posibles a la igualdad de oportunidades. Tratar a todos por igual supone ignorar la condición diferencial de cada individuo, dejar de atender sus talentos y necesidades.

Todos los niños vienen programados para el aprendizaje, esta es su principal herramienta para la supervivencia. El bebé nace con casi todo por aprender, necesita de la estimulación del entorno para desarrollar sus potencialidades. Privados de esa adecuada estimulación habrá capacidades que no llegarán a desarrollarse nunca. Es por ello que la educación debe ser sensible a estas necesidades y actuar en consecuencia, de lo contrario se hará realidad la triste sentencia atribuida a George Bernard Shaw, “Desde muy niño tuve que interrumpir mi educación para ir a la escuela.


¡FELIZ REFLEXIÓN!

miércoles, 30 de octubre de 2013

GRU, AGNES Y EL COACHING EDUCATIVO.

A veces uno no sabe qué es más complicado: si salvar al mundo de su segura destrucción o hacerse cargo de la educación de unos pequeños. Sino que se lo pregunten a Gru, el protagonista de la película “Mi villano favorito”. Aunque tal vez no haya muchas diferencias entre ambos desafíos… ¿no creen?

Educar a tres pequeñas se convierte en el reto más difícil al que Gru ha tenido que enfrentarse nunca. Frente a ello, robar la luna o desbaratar los planes de un peligroso villano son simples juegos de niños. Sin embargo, nada le resulta más enriquecedor y transformador como encargarse de las pequeñas Margo, Edith y Agnes. Las niñas acaban convirtiendose en maestras del villano. Su inocencia y sencillez lo transforman.

En una escena de la película (Mi villano favorito 2) Gru está sentado en la escalera a la puerta de su casa. Llueve a mares y está completamente empapado, pero parece no importarle. Lucy, su compañera de investigación, acaba de decirle que ha aceptado una oferta para irse a la mañana siguiente a trabajar al extranjero. Nunca más volverá a verla. Esa despedida sirve para despertar la consciencia de Gru con respecto a sus verdaderos sentimientos hacia ella: la quiere y está a punto de perderla. Se encuentra atrapado, confundido, se debate entre buscarla y sincerarse con ella o acallar sus sentimientos y dejarla marchar. La lluvia cae con fuerza, pero poco importa, Gru está junto a sus pensamientos a kilómetros de distancia.

En ese momento aparece la pequeña Agnes agarrada a su unicornio de peluche. Se acerca y le pregunta qué le pasa. El villano regresa de su mundo de preocupaciones y explica lo que le sucede a la niña. En ese instante la pequeña, con su dulce vocecita, le pregunta: ¿Hay alguna cosa que yo pueda hacer? - No cariño - contesta Gru sonriendo, conmovido por el ofrecimiento.

Cuando parece que la conversación ha terminado, la pequeña Agnes insiste de nuevo con su mismo tono ingenuo: Y, ¿hay alguna cosa que tú puedas hacer? La pregunta lo descoloca. La pregunta despierta su responsabilidad. Depende de él luchar por lo que quiere y, está a tiempo de intentarlo. Es el momento de la acción.

Creo que esta escena retrata con claridad el proceso de coaching educativo. El cambio, el aprendizaje, nace de la consciencia, de la necesidad, nace del interior del alumno. No se puede imponer ni forzar el aprendizaje, al menos el duradero. Es el alumno, como protagonista de su aprendizaje, quien debe dotar de significado aquello que está aprendiendo. Sin ese despertar de la consciencia y la responsabilidad que consigue Agnes con un par de preguntas, no puede darse aprendizaje ni cambio.

En esta escena, las preguntas de Agnes son como las piedras que al golpearlas producen la chispa que prende en el desánimo de Gru. Atrapado en su desconcierto, necesita de ese estímulo para ponerse en movimiento. Necesita que alguien lo rescate del mundo de excusas y lamentaciones en el que seguramente se está sumergiendo.

Así, la principal función de los maestros no es explicar y mostrar los contenidos, sino despertar ese fuego, esa necesidad en sus alumnos. La cuestión transcendental no es el qué, sino el para qué. Los niños son innatamente curiosos, vienen de serie programados para aprender, no en vano de ello depende su supervivencia en los primeros años. Si somos capaces de canalizar esta curiosidad, su capacidad de asombro como dice Catherine L’Ecuyer, podremos concederles el papel protagonista, el de creadores de su proceso de aprendizaje.

No se trata de ofrecer todas las respuestas (¿acaso las tenemos?),  sino de plantear las preguntas adecuadas. Así visto, el maestro no es alguien que resuelve dudas, sino alguien que las genera y aviva. Maestro no es quien indica el camino, sino quien invita a explorar uno nuevo.


¡FELIZ REFLEXIÓN!

martes, 22 de octubre de 2013

ACOSTAR AL NIÑO EN LA CAMA DE PROCUSTES.

Cuenta la mitología griega que cuando Teseo cumplió dieciséis años su madre le confió el secreto de su verdadera paternidad. Etra le reveló que en realidad era hijo de Egeo, rey de Atenas, y que su padre había dejado unos regalos para él escondidos bajo una pesada roca, de forma que solo pudiera recogerlos cuando fuera lo suficientemente fuerte como para levantarla. El joven Teseo, tras recoger los presentes que su padre consideraba necesitaría para su viaje (unas sandalias y una espada), inicia el peligroso camino desde su ciudad natal de Trecén hasta Atenas para conocer a su padre y reclamar su derecho al trono.

Este camino se convierte en un viaje iniciático para el joven Teseo quien deberá enfrentarse en solitario a decenas de salteadores y asesinos durante su camino, a cada cual más despiadado y sanguinario. Uno de los últimos personajes con los que se encuentra en su camino es con el viejo Procustes.

Procustes disponía de una casa en las colinas cerca de Atenas, y de manera amable acostumbraba a ofrecer posada a todos los viajeros que se encontraban a las puertas de la ciudad, agotados tras el largo viaje. Tras la reparadora cena, Procustes ofrecía al viajero una cama de hierro en la que poder pasar la noche. Sin embargo, en mitad de la noche, mientras el viajero dormía, el sádico Procustes ataba al desgraciado a su cama. Si el viajero era más alto que la medida de la cama, Procustes procedía a serrar las partes del cuerpo que sobresalían. Si, por el contrario era de menor longitud, se dedicaba a quebrarle los huesos a martillazos para posteriormente estirar su cuerpo, de forma que de una u otra manera, el desdichado acabara teniendo la medida exacta de su metálica cama. Algunas versiones recogen que el despiadado Procustes tenía en realidad dos camas, por lo que nunca nadie encajaba a la perfección en ella. Finalmente fue Teseo quien dio de probar a Procustes de su propia medicina cuando, tras engañarlo, acabó con su vida atándolo en aquella misma cama.

Procustes sufría una enfermiza obsesión a “ajustar” todo a una medida establecida y, además, se enorgullecía de tener un método rápido para conseguirlo. Todos los viajeros que tenían la mala fortuna de aceptar su invitación acababan destrozados.

Salvando lo “salvaje” de la comparación, a menudo, el sistema educativo actúa de forma parecida. Los alumnos son amablemente hospedados en sus aulas para, acto seguido, proceder a su evaluación y comparación con las medidas oficiales, escrupulosamente descritas en forma de objetivos curriculares, para a continuación determinar si es necesario amputar o estirar.

El sistema educativo abusa de la comparación constante entre el alumno y la norma, prescindiendo en muchas ocasiones de la más importante de las comparaciones, la del alumno consigo mismo. Comparar el ritmo de aprendizaje de un alumno con el resultado esperado, normalizado, acaba pervirtiendo el proceso de enseñanza-aprendizaje de manera casi tan cruel como los métodos utilizados por el “hospitalario” Procustes. En primer lugar porque no se tienen en consideración suficiente los diferentes ritmos madurativos de cada niño y, en segundo lugar, porque esa medición no atiende por igual a todos los aspectos del desarrollo.

Los niños son invitados a acostarse en una cama que los medirá, comparará, evaluará y juzgará. Si el niño tiene la fortuna de ajustarse a la normalidad, la cama será benevolente con él y dejará que tenga felices sueños. Sin embargo, si sus medidas, bien por defecto o por exceso no coinciden con las propuestas, esta se convertirá en la cama de clavos del faquir haciéndoles sufrir dolores y pesadillas.

Los niños no deben ser evaluados y etiquetados, sino observados y comprendidos.  No basta con disponer de camas de varios tamaños, que siempre es un primer paso, sino que lo ideal sería que cada niño dispusiera de las herramientas para poder construir aquella cama en la que se encuentre más cómodo. Mientras esto llega cuesta poco preguntar a los niños que tal han dormido, porque a veces nos creemos tan “inteligentes” que no necesitamos ni preguntar.


¡FELIZ REFLEXIÓN!

viernes, 11 de octubre de 2013

DESILUSIONADOS.

Generalmente cuando valoramos la eficacia de un sistema educativo el primer dato que tenemos en cuenta es el del porcentaje de alumnos que finalizan las diferentes etapas en que se divide. De esta forma definimos el fracaso escolar como la cantidad de alumnos que no consiguen finalizar sus estudios, que no consiguen superar al menos el nivel de la enseñanza obligatoria. Así, si observamos las diferentes estadísticas que comparan los resultados educativos entre países observaremos como la variable que se utiliza en estos estudios es el porcentaje de fracaso. De esta manera, los países aparecen ordenados en un ranking de menor a mayor puntuación.

Atendiendo a esta variable cuantitativa se sobreentiende que todos aquellos que logran superar los diferentes niveles forman parte del grupo de “éxito”, mientras que los que no lo consiguen son etiquetados como fracasados. Este planteamiento, bastante coherente con la lógica académica, condena a entender la eficacia del sistema en términos binarios, de 0 y 1, el que saca más de un 5 sigue, el que no se queda.

Además estas mediciones suelen realizarse fijándose en la parte negativa de la ecuación, en los que se quedan, en los que fracasan. Esta forma de medir, un tanto paradójica, se utiliza también en otros ámbitos. Así por ejemplo analizamos la evolución del mercado laboral atendiendo al número de parados (rara vez al de activos). Este tipo de planteamientos no son tan inocuos como pudiera pensarse, puesto que esconden la trampa de dar por supuesto que todo aquel que no tiene frío tiene calor. Todo el que no aparece inscrito como demandante en los servicios públicos de empleo es porque está trabajando (lo cual es evidentemente falso y de ahí las diferencias entre las estadísticas del INEM y la EPA) y, de la misma manera, da por supuesto que todo aquel que ha finalizado sus estudios es “académicamente exitoso”.

Focalizar la atención en el fracaso predispone a la corrección. Se analizan las causas y los motivos por los cuales los alumnos abandonan o no superan los niveles establecidos y se diseñan estrategias correctoras con vistas a reducir su incidencia. Así, se atienden desigualdades, diversidades, dificultades y desmotivaciones, como factores causantes del fracaso. Analizamos que estamos haciendo mal e intentamos corregirlo. Sin embargo, siendo todo ello necesario, este planteamiento deja al descubierto el flanco opuesto. Obsesionados en corregir el fracaso, desatendemos a aquellos alumnos que van “trepando” con más o menos dificultad por la pirámide educativa.

Porque la calidad del sistema educativo no se mide solo con variables cuantitativas, sino también cualitativas. Siendo un objetivo loable e importante conseguir que cada vez más alumnos alcancen los niveles básicos de enseñanza, no lo es menos detenerse a reflexionar sobre que sucede con aquellos “exitosos” que finalizan sus estudios. Porque mayoritariamente el sistema educativo se nutre de alumnos que van superando niveles, que van acumulando expectativas y sueños, que invierten ahorros, esfuerzos, esperanzas y tiempo confiados en la promesa educativa por excelencia: La educación es la llave que abre la puerta del futuro.

Durante esta semana la casualidad, o no, ha querido que se cruzaran en mi camino dos historias muy distintas, en apariencia superficiales, que para mí recogen la esencia del fracaso educativo que no aparece en las estadísticas. Y puede ser que la palabra que mejor describa ambas situaciones no sea la de fracaso, sino otra mucho más pesada y dolorosa: Desilusión. No hay estadísticas ni gráficas que la midan, no hay encuestas que pregunten por ella, no hay un ranking de países de la OCDE ordenado por desilusión académica, pero no hay que ser muy astuto para saber que, al menos en España, es una variable que cotiza al alza. Para mí esta es la característica que enlaza ambas historias: la rabia, el desengaño, la estafa.

Estas dos historias a las que me refiero son el original y emotivo relato de dos paisanos recogido en el vídeo “la sorpresa” y la contundente y ácida letra de la canción de Melo “Me cago en la biología”. Ambos suponen una bofetada a un sistema que no ha sabido estar a la altura, que hace aguas no solo por los elevados porcentajes de fracaso, sino también por los altos índices de desilusión que genera.

Mientras concentremos toda nuestra atención y nuestros esfuerzos en medir parados, fracasados, corruptos y déficits, continuaremos atrapados en una espiral de desánimo y abatimiento. Mientras, aquellos que soñaban con dar de comer a los pingüinos del zoo o con realizar sus proyectos profesionales cerca de los suyos, verán marchitarse sus ilusiones, verán crecer su desencanto y su rabia. Ellos no formaron nunca parte de la estadística del fracaso, sino del éxito. Aunque su éxito consista en haber sido capaces de acumular cientos de conocimientos inútiles y el aprendizaje de un idioma lo único que les ha abierto las puertas, aún a costa de pagar un alto precio. Ellos no serán nunca fracasados, serán desilusionados, lo cual, tristemente, es mucho más doloroso.









¡FELIZ REFLEXIÓN!

miércoles, 2 de octubre de 2013

UN CUENTO PARA DESPERTAR A LOS PROFESORES

Una de las entradas más visitadas (espero que también leídas) del blog es un cuento para despertar a los alumnos. Pero, como recientemente he descubierto, nadie puede despertar a otros si uno todavía está dormido, esta entrada estaba incompleta. Hace unos días encontré su “media naranja”, la historia que habla de la otra cara de la moneda… un cuento para despertar a los maestros. La historia que acompaño está adaptada del texto “Three letters from Teddy” de Elizabeth Silance Ballard.

A todos los “profes”… ¡Feliz despertar!

Aquella mañana  la señorita Thompson fue consciente de que había mentido a sus alumnos. Les había dicho que ella les quería a todos por igual pero, acto seguido se había fijado en Teddy, sentado en la última fila, y se había dado cuenta de la falsedad de sus palabras.

La señorita Thompson había estado observando a Teddy el curso anterior y se había dado cuenta que no se relacionaba bien con sus compañeros y que tanto su ropa como él parecían necesitar un buen baño. Además el niño acostumbraba a comportarse de manera bastante desagradable con sus profesores. Llego un momento en que la señorita Thompson disfrutaba realmente corrigiendo los deberes de Teddy y llenando su cuaderno de grandes cruces rojas y bajas puntuaciones. Sin duda era lo que merecía por su dejadez y falta de esfuerzo.

En aquel colegio era obligatorio que cada maestro se encargara de revisar los expedientes de los alumnos al inicio de curso, sin embargo la señorita Thompson fue relegando el de Teddy hasta dejarlo para el final. Sin embargo al llegarle su turno, la profesora se encontró con una sorpresa. La profesora de primer curso había anotado en el expediente del chico: “Teddy es un chico brillante, de risa fácil. Hace sus trabajos pulcramente y tiene buenos modales. Es una delicia tenerle en clase.” Tras el desconcierto inicial, la señorita Thompson continúo leyendo las observaciones de los otros maestros. La profesora de segundo había anotado, “Teddy es un alumno excelente y muy apreciado por sus compañeros, pero tiene problemas en seguir el ritmo porque su madre está aquejada de una enfermedad terminal y su vida en casa no debe ser muy fácil.” Por su parte el maestro de tercero había añadido: “La muerte de su madre ha sido un duro golpe para él. Hace lo que puede pero su padre no parece tomar mucho interés, sin no se toman pronto cartas en el asunto, el ambiente de casa acabará afectándole irremediablemente.”. Su profesora de cuarto curso había anotado: “Teddy se muestra encerrado en sí mismo y no tiene interés por la escuela. No tiene demasiados amigos y, a veces, se duerme en clase.

Avergonzada de sí misma, la señorita Thompson cerró el expediente del muchacho. Días después, por Navidad, aún se sintió peor cuando todos los niños le regalaron algunos detalles envueltos en brillantes papeles de colores. Teddy le llevó un paquete toscamente envuelto en una bolsa de la tienda de comestibles. En su interior había una pulsera a la que faltaban algunas piedras de plástico y una botella de perfume medio vacía. La señorita Thompson había abierto los regalos en presencia de la clase, y todos rieron mientras enseñaba los de Teddy. Sin embargo las risas se acallaron cuando la señorita Thompson decidió ponerse aquella pulsera alabando lo preciosa que le parecía, al tiempo que se ponía unas gotas de perfume en la muñeca. Teddy fue el último en salir aquel día y antes de irse se acercó a la señorita Thompson y le dijo: “Señorita, hoy huele usted como solía oler mi mamá.”

Aquel día la señorita Thompson quedó sola en la clase, llorando, por más de una hora. Aquel día decidió que dejaría de enseñar lectura escritura o cálculo. A partir de ahora se dedicaría a educar niños. Comenzó a prestar especial atención a Teddy y, a medida que iba trabajando con él, la mente del niño parecía volver a la vida. Cuánto más cariño le ofrecía ella, más deprisa aprendía él. Al final del curso, Teddy estaba ya entre los más destacados de la clase. Esos días, la señorita Thompson recordó su “mentira” de principio de curso. No era cierto que los “quisiera a todos por igual”. Teddy se había convertido en uno de sus alumnos preferidos.

Un año después la maestra encontró una nota que Teddy le había dejado por debajo de su puerta. En ella Teddy le decía que había sido la mejor maestra que había tenido nunca.

Pasaron seis años sin noticias de Teddy. La señorita Thompson cambió de colegio y de ciudad, hasta que un día recibió una carta de Teddy. Le escribía para contarle que había  finalizado la enseñanza superior y para decirle que, continuaba siendo la mejor maestra que había tenido en su vida.

Unos años más tarde recibió de nuevo una carta. El niño le contaba como, a pesar de las dificultades había seguido estudiando y que pronto se graduaría en la universidad con excelentes calificaciones. En aquella carta tampoco se había olvidado de recordarle que era la mejor maestra. Cuatro años después, en una nueva carta, Teddy relataba a la señorita Thompson como había decidido seguir estudiando un poco más tras licenciarse. Esta vez la carta la firmaba el doctor Theodore F. Stoddard, para la mejor maestra del mundo.

Aquella misma primavera, la señorita Thompson recibió una carta más. En ella Teddy le informaba del fallecimiento de su padre unos años atrás y de su próxima boda con la mujer de sus sueños. En ella le explicaba que nada le haría más feliz que ella ocupara el lugar de su madre en la ceremonia.

Por supuesto la señorita Thompson aceptó y acudió a la ceremonia con el brazalete de piedras falsas que Teddy le regalará en el colegio y, perfumada con el mismo perfume de su madre. Tras abrazarse, Teddy le susurró al oído: “Gracias, señorita Thompson, por haber creído en mí. Gracias por haberme hecho sentir importante, por haberme demostrado que podía cambiar.”

Visiblemente emocionada, la señorita Thompson le susurró: “Te equivocas, Teddy, fue al revés. Fuiste tú el que me enseñó que yo podía cambiar. Hasta que te conocí, yo no sabía lo que era enseñar.”

* Imagen: Monumento al maestro. Ayuntamiento de Palencia. Escultura de Rafael Cordero.

¡FELIZ REFLEXIÓN!


miércoles, 25 de septiembre de 2013

MÁS ALLÁ DE LA INSTRUCCIÓN.

Desde el momento en que se había informado del tema de la charla y se había confirmado el nombre del ponente, la expectación había ido en aumento. Varios minutos antes de la hora prevista la sala había agotado su aforo y las últimas personas en llegar tendrían que quedarse de pie para poder escuchar el discurso. Sin duda todo un éxito para los organizadores.

El conferenciante, un reconocido profesor, acudía precedido del éxito de ventas de su último libro, en el que desgranaba consejos sobre cómo educar. No era de extrañar por tanto, que el salón de actos estuviera completamente abarrotado de parejas expectantes. La gran mayoría de ellos albergaban la esperanza de que el ponente les revelara aquella tarde una de esas “recetas mágicas”, una “llave maestra” para salir airosos en el difícil arte de educar a los hijos propios (ya se sabe que con los ajenos todo es siempre más fácil). Pasados veinte minutos de la hora señalada el conferenciante tomaba la palabra mientras se hacía un rápido silencio en la sala.

El profesor se acercó al estrado, abrió el libro que portaba por una página previamente marcada y empezó a leer, deteniéndose unos segundos entre cada frase: “Empiecen la disciplina a temprana edad. Aclaren bien las reglas y refuércenlas de inmediato y con consistencia. Refuercen la obediencia con palmaditas y con frases como “¡Qué buen chico! O ¡Eres una buena chica!”, y después de disciplinarlos, díganles que los quieren y que lo hicieron por su propio bien”. Terminada la cita cerró el libro y permaneció unos segundos en pie observando al auditorio.

La mayoría de los asistentes cabeceaban afirmativamente mostrando su acuerdo con el texto escuchado, intercambiaban breves comentarios seguidos de gestos de aprobación y se mostraban satisfechos con el arranque de la sesión. Sin duda aquella mezcla de disciplina, normas claras y refuerzo positivo, marcaban los pilares de un modelo educativo bien definido. El arranque de la sesión estaba a la altura de las expectativas del auditorio. Unas pocas caras, sin embargo, mostraban cierta desilusión, la esperanza de fórmulas mágicas parecía desvanecerse.

Acallado el murmullo inicial el profesor tomó nuevamente el libro y cerrándolo mostró la portada al público, al tiempo que repetía en voz alta su título: Cómo entrenar a su perro doberman. Esta vez el asombró dejó la sala nuevamente en silencio. Nadie comentaba. Algunos asistentes se acomodaron de nuevo en sus asientos. Tal vez las sorpresas no habían hecho más que empezar.

La anécdota del conferenciante está basada en un hecho real protagonizado por el profesor Norm Lee y citado por Rosa Jové en su “Ni rabietas ni conflictos”.

Educar es ir más allá de la simple instrucción, ir más allá de la simple aplicación de los principios conductistas del palo y la zanahoria. Penalizamos las conductas a extinguir y reforzamos los comportamientos adecuados. Con esta simple ecuación creemos controlar el rumbo de la educación de nuestros pequeños. Sin embargo, a pocos se nos escapa que una educación eficaz no puede quedar reducida a tal nivel de simplicidad. Definitivamente educar no es adiestrar.

Educar es una tarea complicada que huye de simplificaciones y de magias. No existen fórmulas universales aplicables a cada niño y cada situación. Lo que hoy funciona, mañana puede que no, y quizás sea por ello por lo que educar a nuestros hijos es el reto más apasionante al que nos enfrentaremos nunca.

Más allá de la instrucción, más allá del aprendizaje como mecanismo de adquisición de conocimientos y habilidades, encontraremos el amor incondicional de los padres, de los maestros, de los cuidadores. El lugar donde el refuerzo y el cariño no se muestran condicionados al buen comportamiento (¡buen chico!). No los queremos y apreciamos por lo que hacen o dejan de hacer, sino que los queremos por lo que son. Ese respeto incondicional marca la diferencia entre el enseñar y el educar.


¡FELIZ REFLEXIÓN!

jueves, 19 de septiembre de 2013

LA CLASE DEL DELFÍN: Y TÚ, ¿CÓMO EDUCAS?

La parábola de la marsopa, o del delfín, es una interesante historia narrada por George Bateson, uno de los padres de la programación neurolingüística, que recoge las observaciones realizadas por el propio Bateson mientras estudiaba el proceso de entrenamiento de unos delfines en Hawai. Las reflexiones extraídas en este estudio son fácilmente extrapolables al contexto educativo.

Bateson observó durante varios meses como los entrenadores enseñaban a los delfines los trucos que debían realizar durante el espectáculo. La “clase” comenzaba cuando el animal hacía algo inusual, como por ejemplo saltar fuera del agua, tras lo cual los entrenadores hacían sonar su silbato y premiaban al delfín con un pescado. Cada vez que el delfín repetía esa acción el entrenador hacía sonar su silbato y premiaba nuevamente al animal. Pronto el delfín aprendió que esa conducta le aseguraba un premio y por tanto la repetía con asiduidad.

Al día siguiente el delfín volvió a repetir su salto esperando obtener su pescado, pero esta vez no sucedió nada. El animal repitió su salto varias veces hasta que aburrido desiste en sus saltos y realiza una acción diferente, por ejemplo un giro. Inmediatamente el atento entrenador hace sonar su silbato y premia al delfín por este nuevo movimiento. Así, el equipo de entrenadores solo premia las piruetas nuevas. Esta pauta de funcionamiento, indica Bateson, se repitió durante dos semanas. El delfín intenta repetir el movimiento del día anterior esperando su pescado, y como no sucede nada realiza un movimiento distinto que, inmediatamente es reconocido (silbato) y premiado (pescado).

Esta situación resulta durante los primeros días algo desconcertante para el animal, hasta que finalmente descubre la “lógica” del juego: sólo se premian los movimientos diferentes. Bateson cuenta que el decimoquinto día de su entrenamiento el delfín realizó un espectáculo tan extraordinario que parecía haberse vuelto loco. El animal empezó a realizar continuos movimientos diferentes realizando varias piruetas no observadas con anterioridad con otros delfines. Finalmente había “aprendido” no sólo a realizar nuevas conductas, sino que había comprendido las reglas sobre cómo y cuándo producirlas.

Uno de los puntos importantes que recoge Bateson en sus observaciones es que, durante las dos semanas del entrenamiento, observó como el entrenador arrojaba pescado al delfín sin motivo aparente. Preguntado el entrenador por esta cuestión le informó: “Esto lo hago para mantener mi relación con él. Si nuestra relación no fuese buena, el delfín no se molestaría en aprender nada.

Algunas de las conclusiones que se extraen del estudio de Bateson son:

En este caso el objetivo de los entrenadores no es que el delfín aprenda a hacer tal o cual pirueta, su objetivo es mucho más ambicioso: Pretenden que el animal sea creativo, que innove.

Tan importante es la tarea (movimiento nuevo) como la relación. Que el delfín esté interesado en participar en el “juego” depende de que la relación entre ambos sea positiva.

Lo que los entrenadores pretenden es que el delfín aprenda a aprender, que comprenda las “reglas del juego”. No importa la dificultad de la pirueta realizada, sino la innovación, el hacer algo distinto. Se fomenta la iniciativa y la originalidad.

En este proceso de aprendizaje, el delfín recibe información (el sonido del silbato le indica que es lo que ha hecho bien) y refuerzo (pescado). Así el animal entiende cuando hace algo esperado.

Finalmente, no se utiliza ningún tipo de castigo para corregir conductas. Es decir, mientras que el animal no hace movimientos nuevos o mientras se empeña en repetir los aprendidos el día anterior, no se le aplica ningún castigo (no se le ofrece pescado podrido), sencillamente no se le presta atención.

Si comparásemos la “clase del delfín” con nuestro trabajo como maestros y profesores, o con nuestra forma de comportarnos con nuestros hijos…

¿Cuál es nuestra intención como maestros? ¿Les decimos a los niños la “pirueta” que tienen que aprender o les dejamos margen para que muestren su creatividad?

¿Cuidamos la relación de la misma manera que atendemos la tarea? ¿Tenemos tiempo de “dejar caer” algunos pescados fuera de nuestro tiempo de entrenamiento para cuidar la relación?

¿Ofrecemos información y premiamos cada comportamiento esperado o positivo de nuestros alumnos o mostramos más predisposición a atender los comportamientos negativos?

¿Posibilitamos, buscamos la iniciativa en nuestros alumnos?

¿Abusamos del “pescado podrido” para corregir los comportamientos no deseados, aún a cambio de sacrificar la relación y que nuestros “delfines” desistan en su interés por aprender?


* La investigación de Bateson  está recogida en el libro "Coaching" de Robert Dilts.

¡FELIZ REFLEXIÓN!

martes, 17 de septiembre de 2013

¿QUÉ HARÍAS SI PUDIERAS MODIFICAR EL SISTEMA EDUCATIVO?

Seguramente habrán sido incontables los pedagogos, políticos, economistas, psicólogos y pensadores en general que se habrán formulado esta pregunta proponiendo infinidad de mejoras y modificaciones a nuestra manera de enseñar. Cada cual desde su punto de vista y atendiendo a diferentes prioridades habrán puesto el foco de atención en aspectos diferentes, y todos habrán coincidido a la hora de dejar al descubierto las vergüenzas de un sistema educativo cuyos resultados dejan bastante que desear. En educación pasa como en el fútbol, cada cual cree tener su propia receta milagrosa para conseguir que su equipo encadene una victoria tras otra.

Si bien es cierto que todo es siempre mejorable, en el tema de la educación se observa durante las últimas décadas una preocupante deriva, una ausencia de criterios que definan la dirección a tomar. Cada cambio de gobierno, cada nueva ley parece fundamentarse en el conocido principio del “donde dije digo” para reformular los principios pedagógicos que sustentan el proceso de enseñanza-aprendizaje, como si la ciencia se rigiese por criterios ideológicos. Todos los que se hacen cargo del rumbo educativo del país parecen conocer la solución al problema, que pasa indefectiblemente por hacer justo lo contrario de lo que se estaba haciendo hasta entonces, que era catastrófico. Y así nos va, discutiendo acaloradamente sobre el contenido y sobre el continente, dando un magnífico ejemplo a nuestros jóvenes. Cada poco aparece un concepto milagroso dispuesto a convertirse en redentor de todos los males educativos: las competencias, la ciudadanía, las TIC, la educación en valores, el trilinguismo, la evaluación externa, la cultura del esfuerzo,…

Lo que dudo que se haya hecho en muchas ocasiones es preguntar abiertamente a los propios alumnos, a los clientes del sistema, a los principales interesados, qué cambiarían ellos del sistema educativo. Evidentemente no me refiero a pasar unos cuestionarios de satisfacción de 25 ítems a valorar en función del grado de acuerdo/desacuerdo con la afirmación planteada. Me refiero a formular la pregunta sin condicionantes, como en una prueba de desarrollo de pregunta única: ¿Y tú cómo lo harías? Es seguro que las respuestas nos sorprenderían.

Recientemente he descubierto un texto de Salinger, el de “El guardián entre el centeno”, que tan brillantemente supo retratar el descontento de la adolescencia, en el que se plantea esta cuestión. En el cuento “Teddy”, uno de los personajes le pregunta al joven protagonista de la historia esta cuestión: ¿qué harías si pudieras modificar el sistema de enseñanza? El autor da voz a su joven protagonista y, mucho me temo, que su respuesta inicial no diferiría mucho de la que obtendríamos hoy, sesenta años después. La respuesta de Teddy, que reproduzco a continuación, abre la puerta a un emocionante y poco explorado camino en el campo educativo…

-“Bueno… no estoy muy seguro de lo que haría. Lo que se es que no empezaría con las cosas con que por lo general empiezan las escuelas. (…) Creo que primero reuniría a todos los niños y les enseñaría a meditar. Trataría de enseñarles a descubrir quiénes son, y no simplemente cómo se llaman y todas esas cosas… Pero antes, todavía, creo que les haría olvidar todo lo que les han dicho sus padres y todos los demás. Quiero decir, aunque los padres les hubieran dicho que un elefante es grande, yo les sacaría eso de la cabeza. Un elefante es grande solo cuando está al lado de otra cosa, un perro, o una señora, por ejemplo -Teddy recapacitó durante otro instante-. Ni siquiera les diría que un elefante tiene trompa. Cuanto más, les mostraría un elefante, si tuviera uno a mano, pero los dejaría ir hacia el elefante sabiendo tanto de él como el elefante de ellos. Lo mismo haría con el pasto y todas las demás cosas. Ni siquiera les diría que el pasto es verde. Los colores son solo nombres. Porque si usted les dice que el pasto es verde, van a empezar a esperar que el pasto tenga algún aspecto determinado, el que usted dice, en vez de algún otro que puede ser igualmente bueno y quizá mejor.”


miércoles, 11 de septiembre de 2013

EXPLIQUEMELO COMO SI YO TUVIERA SEIS AÑOS

La frase del título del post está sacada de una conocida película de los años noventa. Creo que, si existiera un ranking con el título de “películas más proyectadas en los institutos”, esta sin duda ocuparía uno de los puestos destacados. Al menos para los de mi generación era un fijo de cada año, con independencia del curso, la asignatura o el tema a debatir. Aunque hay que reconocer que argumentos no le faltan, empezando por su banda sonora con una balada inolvidable del “Boss”.

Philadelphia está protagonizada por Tom Hanks y Denzel Washington y es un clásico “David contra Goliat” en la que un joven y prometedor abogado tendrá que luchar por defender sus derechos, no solo contra el bufete de abogados que lo acaba de despedir, sino contra toda una sociedad que lo margina por su orientación sexual y su enfermedad. En su particular contienda recurrirá a la ayuda de otro abogado, Joe Miller, papel que interpreta Denzel Washington, y que es el propietario de la frase con la que he empezado la reflexión de hoy.

La poderosa firma de abogados que ha despedido a Andy (Tom Hanks), una de esas de nombres larguísimos, formados por la cadena de  apellidos de todos sus socios, ataca utilizando las mejores armas de los abogados de prestigio: Adaptar la realidad a su particular versión de los hechos. Inventan pruebas, difaman, siembran dudas, sobornan, amenazan, hacen uso de su influencia,… todo un sinfín de artimañas dirigidas a mostrar que, aunque las apariencias muestren lo contrario, ellos son unos ingenuos corderillos a los que el joven depravado mantuvo engañados. El fin justifica los medios, y cuando uno es dueño de los medios, espera que se cumplan sus fines.

Colocados en esta desigual situación, el hábil letrado Miller decide no jugar al juego propuesto. A partir de aquí, en cada una de sus intervenciones, frente a las técnicas y enrevesadas argumentaciones de los abogados, empieza a utilizar la coletilla “Explíquemelo como si yo tuviera seis años”. Intenta así desmontar el andamiaje legislativo en el que la poderosa firma de abogados pretende esconder los hechos. Miller les invita a jugar al juego de la simplicidad, de las verdades verdaderas.

En realidad las cosas siempre son más sencillas de lo que algunos pretenden hacernos ver. Continuamente inventamos extrañas palabras a las que dotamos de complicados significados para, finalmente, llevar los hechos hasta el absurdo y la confusión. Un error de  procedimiento, un plazo expirado, un procedimiento no procedente, una interpretación sesgada, una estadística que, dependiendo de quien la mire, igual indica A que B. Al final, como los buenos magos, el truco consiste en desviar la atención del espectador de lo esencial.

Es por ello que la frase del abogado interpretado por Denzel Washington en la película supone una buena estrategia para reconducir los hechos, para no entrar en la confrontación, sino para ejercer nuestro justo derecho a saber qué pasó. Por ello… Explíquemelo como si fuera un niño de seis años, explíquemelo como si nuestro interés común fuera buscar la verdad, esclarecer  los hechos, como si realmente pretendiésemos ser justos.

Por desgracia en demasiados ámbitos, en la justicia, la política, la economía,… también en educación,  enrevesadas e interminables disertaciones solamente persiguen el objetivo de esconder la verdad, en algunos casos incluso asumiendo que el que escucha es incapaz de entenderla.  Frente a esto solo cabe levantar la mano y, educadamente, pedir que nos lo expliquen como si fuésemos niños de seis años.

¡FELIZ REFLEXIÓN!


miércoles, 4 de septiembre de 2013

DE VUELTA

La intensa lluvia apareció hace unos días para recordarnos la cercanía del nuevo curso escolar. El verano se acaba y es hora de recoger los cubos, rastrillos y palas con los que por unos días jugamos a ser arquitectos. Va siendo hora de sacar de la maleta gris el despertador, las rutinas y las mangas de las camisas.

La llegada de septiembre supone para muchos, al menos para los que tenemos hijos en edad escolar, el inicio de un nuevo ciclo. Aún no hemos deshecho la maleta de las vacaciones y ya estamos llenando la mochila de material escolar. Los colegios ponen contadores a cero y las familias calientan motores esperando que suenen los timbres. En realidad este mes es nuestro enero particular, nuestro arranque de año, porque el año realmente empieza a rodar en septiembre. Septiembre es el enero de las familias con niños, incluyendo su particular cuesta, que es bastante más pronunciada en septiembre.

Con todo, los primeros días de septiembre suponen una oportunidad magnífica para plantearse nuevos objetivos, para desempolvar y dar forma a esos proyectos que imaginamos durante las vacaciones. Estos días nos brindan la oportunidad de enderezar, de replantearnos la marcha del año, de corregir el rumbo con energías renovadas, de darle una nueva oportunidad a nuestros anhelos. Todo nuevo comienzo supone abrir la puerta a la posibilidad. Todo regreso comporta una mirada distinta, una perspectiva diferente, seguramente más lucida de la que nos ofrecían el hábito y la rutina.

Al igual que los escolares, en estos días abrimos nuestras libretas impolutas dispuestos a escribir con la mejor de nuestras letras en esas nuevas páginas. Cargados de buenas intenciones y confiados en nuestras posibilidades, retomamos el camino tras el merecido paréntesis veraniego. Algunos se harán los remolones y atrapados en la añoranza veraniega sufrirán un breve síndrome post-vacacional. Otros, más inteligentes, sabrán dosificar sus energías volcándolas en nuevos proyectos,  en nuevos enfoques, en nuevos propósitos de “inicio de año”, disfrutando así de la maravillosa oportunidad que nos brinda el inicio de curso para demostrar que supimos aprender de nuestros errores.

Aunque no necesitamos excusas para cambiar lo que no nos gusta en cualquier momento, aunque, como decía el anuncio de bombones, siempre aceptaremos un “porque hoy es hoy” como motivo suficiente para el cambio, hay momentos en que las circunstancias acompañan e invitan a la aventura. Sin duda septiembre es un mes de vientos favorables para aquellos que se decidan a hacerse a la mar. Suerte a los valientes!


¡FELIZ REFLEXIÓN!

miércoles, 10 de julio de 2013

LOS RIESGOS DE BUSCAR LA SUERTE

Había una vez un hombre que no tenía suerte. Tan cansado estaba de arrastrar su mala fortuna que un día decidió salir en busca del mismísimo Dios para preguntarle el motivo de su mala fortuna. Caminó y caminó durante varios días hasta que finalmente llegó hasta la orilla de un río. Allí, tumbado junto a sus aguas, vio a un lobo que se encontraba extremadamente delgado y sin fuerzas. Cuando el lobo vio acercarse al hombre le preguntó:

-Hombre, ¿a dónde vas?

-Voy en busca de Dios para preguntarle el motivo de mi mala suerte- contestó el hombre.

-Hombre- dijo el lobo- si encuentras a Dios, ¿puedes preguntarle por qué estoy tan débil y delgado y qué puedo hacer para remediarlo?

-Sí, si encuentro a Dios se lo preguntaré, no te preocupes- contestó el hombre y siguió caminando.

Caminó y caminó hasta llegar junto a un inmenso árbol que había perdido todas sus hojas. Cuando el hombre pasó junto al árbol este le dijo:

-Hombre, ¿a dónde vas?

-Bueno… voy a buscar a Dios para preguntarle el motivo de mi mala suerte.

-Ah por favor, si encontrarás a Dios, ¿podrías preguntarle por qué estoy tan enfermo y qué puedo hacer?- dijo el árbol con voz cansada.

-Pierde cuidado, si lo encuentro se lo preguntaré.

El hombre reemprendió su camino hasta que, ya anocheciendo llegó a una preciosa casa rodeada de un cuidado jardín. De la casa salió una bellísima mujer que se dirigió al caminante:

-Hombre- dijo suspirando- ¿a dónde vas?

El hombre volvió a repetir su respuesta: -Voy a buscar a Dios para preguntar por qué no tengo suerte.

-Vaya, si fueras tan amable, podrías preguntarle por qué estoy tan triste y sola y qué puedo hacer- pidió la mujer.

-Por supuesto- contestó el hombre- cuando lo encuentre se lo preguntaré.

El hombre siguió su camino durante varios días hasta que finalmente, al dar la vuelta a una esquina, tropezó de frente con el mismísimo Dios.

-¡Ay!- dijo el hombre- ¡Por fin os encuentro! Mirad señor, he venido a buscaros porque quiero saber por qué no tengo suerte.

-Te aseguro que tienes mucha suerte- le contestó Dios- y qué además tu suerte está ahí fuera, esperándote. Sólo tienes que estar atento, buscarla y la encontrarás.

- ¿De verdad?- preguntó incrédulo el hombre- ¿De verdad que voy a tener suerte?

-Te doy mi palabra de que lo que acabo de decirte es cierto- contestó Dios un tanto ofendido por las dudas.

El hombre se puso tan contento que salió sin despedirse a encontrarse con su nueva suerte cuando, de repente, recordó las preguntas del lobo, del árbol y de la bella mujer y volvió sobre sus pasos para preguntar a Dios. Dios le escuchó y le dio una respuesta para cada uno. El hombre tras agradecerle su atención, se despidió y salió corriendo en busca de su fortuna.

Según desandaba el camino el hombre se esforzó por estar atento para poder encontrar su suerte. Enseguida llegó hasta la preciosa casa del jardín donde la bella mujer le esperaba en la entrada. Iba vestida con un escotado vestido que realzaba, aún más, su enorme belleza.

-Hombre, ¿encontraste finalmente a Dios?, ¿pudiste hablar con él?

-¡Oh sí!- dijo el hombre con entusiasmo- encontré a Dios y me dijo que mi suerte está por aquí, que sólo tengo que estar atento y encontrarla.

- Hombre, ¿le preguntaste a Dios por qué estoy tan sola y triste y qué puedo hacer?

-¡Ah sí! Dios me dijo que estás sola y triste porque vives aquí sola, pero que si consigues un amante… ya nunca más estarás sola y triste.

La mujer dejó caer sutilmente el tirante de su vestido y susurró con pasión al oído del hombre:

-Hombre, quédate a vivir conmigo en esta preciosa casa. Disfruta de mi joven y hermoso cuerpo. ¡Sé tú mi amante!

El hombre quedó boquiabierto ante tal proposición, incluso le temblaban las rodillas, pero entonces le contestó:

-¡Me encantaría! En realidad eres la mujer más hermosa que he visto jamás, la amante que siempre soñé pero, no puedo detenerme ahora. ¿Estoy buscando mi suerte! Está aquí, cerca, en algún lugar, Dios me lo ha prometido. Lo siento, pero tengo que encontrarla.

Y el hombre continuó su viaje pensando que si encontraba pronto su suerte volvería para convertirse en el amante de aquella preciosa mujer. Al poco tiempo llegó junto al viejo árbol.

-Hombre, ¿encontraste a Dios?

-Sí, lo encontré y, ¿sabes una cosa? ¡Mi suerte está por aquí, sólo tengo que buscarla y encontrarla!

-¡Oh, cuánto me alegro! – contestó el árbol. ¿Le preguntaste a Dios por qué estoy tan enfermo?

-Sí, también se lo pregunté. Dios me dijo que estabas tan enfermo porque enterrado entre tus raíces hay un inmenso cofre con un tesoro y si encuentras a alguien que lo desentierre tus hojas volverán a brotar con fuerza.

-Hombre, por favor, coge tú el tesoro.

-¡Oh árbol cuánto me gustaría poder ayudarte! Pero no puedo detenerme, ¿entiendes? Estoy buscando mi suerte, sé que está por aquí cerca. Tengo que ir a buscarla.

El árbol, desesperado, insistió: - Mira, tienes una pala ahí al lado. Sólo te llevará unos pocos minutos. ¡Por favor, sácame el tesoro enterrado!

-Lo siento mucho árbol, tengo que seguir con mi búsqueda, pero no te preocupes, seguro que pronto pasará alguien que te quiera ayudar- y el hombre siguió su camino.

Llegó hasta el río donde encontró al lobo aún más débil y delgado que antes.

-Hombre, hombre… ¿encontraste a Dios?

- ¡Oh sí lo encontré! ¿Y sabes una cosa? Mi suerte está por aquí, sólo tengo que ir a buscarla y encontrarla.

-Hombre – susurro el hombre con sus pocas fuerzas- ¿le preguntaste a Dios por qué estoy tan débil y delgado y qué puedo hacer?

-¡Oh claro!- dijo el hombre servicial- Dios me dijo que si te comes al primer tonto que pase por aquí recuperarás tus fuerzas y ya nunca más estará débil y delgado.

El lobo lo miró, reunió las últimas fuerzas que le quedaban y, de un enorme salto se abalanzó sobre el hombre y lo devoró.

¡FELIZ REFLEXIÓN!

ENTRADAS RELACIONADAS:

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...