El otro día en uno de esos documentales de “la dos” sobre
animales que suelen emitir a mediodía, explicaban como las gacelas Thompson, esas
que siempre andan moviendo la cola y cruzando el Serengeti huyendo de los
leones, traían sus crías al mundo. Lo que más me sorprendió de todo el proceso
fue el sentido de estrés y de urgencia que rodea el momento del parto.
Estos animales pasan su vida en continuo estado de alerta.
Las rígidas leyes por las que se rige el ciclo de la vida las obligan a
mantener un continuo estado de vigilia, si quieren sobrevivir en un paisaje
plagado de depredadores al acecho. Explicaba el documental como el momento del
parto se convierte en un momento especialmente crítico, tanto para la madre
como para la cría, ya que en este momento se convierten en presas extremadamente
vulnerables. Estos animales están dotados de un mecanismo innato de
supervivencia que provoca que las gacelas recién nacidas adquieran la capacidad
no solo de mantenerse en pie, sino de correr, a los pocos (poquísimos) minutos.
Los leones, siempre atentos, se encargan de convertirse en eficaces profesores.
A las gacelas les va la vida en ello, no hay septiembre ni reválida posible: O
aprenden rápido o… ya no aprenden.
Hay una frase de motivación bastante conocida sobre leones y
gacelas que recoge este principio de supervivencia, de urgencia. La frase acaba
con la moraleja de “no importa si eres
león o gacela, pero cada día, cuando salga el sol, empieza a correr”. Sólo
los mejores (más rápidos) sobreviven. Puro y simple darwinismo.
Pensaba en ese momento
en lo diferente que es el nacimiento de las personas comparado con el de los
animales en general y, con el de estas gacelas en particular. Nosotros nacemos
indefensos, desprotegidos, completamente dependientes de los cuidados maternos.
Y esta situación se prolongará durante años. Tardamos años en conseguir la
autonomía y la soltura que una gacela Thompson obtiene en tan solo un par de
minutos de vida. Desde pequeños nos mostramos desamparados, necesitamos del
cuidado y de la protección de los nuestros, no solo para sobrevivir, también
para desarrollarnos.
Es por ello que, sobre todo durante los primeros años, recae
sobre los padres la responsabilidad de ofrecer cuidados y protección a sus
hijos. Pero también ocurre que, al amparo de esas protecciones, de esos mimos,
a veces excesivos, los niños comienzan su periplo madurativo con la seguridad
de que los riesgos y peligros, también los retos, quedarán alejados por sus
cariñosos progenitores. En ese afán por amparar a nuestros cachorros, ocurre a
menudo que nos excedemos en nuestro cometido y nos adentramos en el peligroso
terreno de la sobreprotección.
Como afirmaba en el título del post, es cierto que los niños
nacen dependientes, pero eso no significa que no puedan valerse por ellos
mismos para nada, eso no significa que tengan la iniciativa de una ameba, eso
no presupone estupidez. Ese merito ya es nuestro, de los adultos, de algunos
padres empeñados en masticarles la comida.
La norma del “cuanto más mejor” no acostumbra a ser cierta la
mayoría de las veces y, desde luego, en
el terreno emocional no lo es. No se trata de arropar a nuestros indefensos y
desprotegidos polluelos con cuantas caricias y muestras de afecto seamos
capaces de imaginar. No se trata de apartar cuántas piedras surjan en su camino
por miedo a que tropiecen. No podemos, aunque a veces nos obcecamos en ello,
envolver a nuestros pequeños con plástico de burbujas para evitarles todo mal.
Pero sobre todo, lo que no podemos es privarles del aprendizaje que precede al
dolor, al error, al golpe. Las heridas
se curan, los aprendizajes perduran.
Me impactó la imagen de la joven gacela Thomson, aún con el
dolor y las heridas del parto recientes, masticando la placenta para liberar a
su cría para, acto seguido, empujarla con el hocico hasta ponerla en pie y
obligarla a iniciar su trote. De la misma forma, cualquier ave empujará de
manera decidida a sus polluelos arrojándolos del nido y obligándolos a volar, a
buscar por sus propios medios su alimento. Y todos estos comportamientos, no
están motivados por la crueldad o por el sadismo animal, sino que nacen del
instinto, del amor de una madre que no dudará en interponerse en el caso de que
su cachorro sea atacado, sacrificando incluso su propia vida para salvarlo.
Sin embargo, las personas tendemos a prolongar de manera
indefinida la, ya de por si dilatada, etapa de dependencia de nuestros hijos.
Disfrutamos cobijándolos bajo nuestra ala, ofreciéndolos todo nuestro calor y,
retrasando “sine die” el momento de empujarlos para que corran. Este tipo de
comportamientos provocan a menudo retrasos importantes en la maduración de
aquellos niños que se ven privados de la oportunidad de afrontar sus propios
retos, de aprender de sus desengaños, de sus llantos, de sus desilusiones.
Esta es una manera de actuar egoísta, cortoplacista, que solo
mira por el bienestar emocional del progenitor, que se siente reconfortado al
sentirse centro del mundo, pilar imprescindible para sus cachorros. Pero esta
es una peligrosa arma de doble filo que, con el paso del tiempo, se volverá de
forma cruel en nuestra contra. Como tan sabiamente decía Aristóteles la virtud
habita en el término medio, y es cuestión de supervivencia saber encontrar el
necesario equilibrio entre nuestras exigencias emocionales como padres y las necesidades
madurativas de nuestros hijos. Por muy peligrosas que a primera vista nos
parezcan.
Me encanta una frase que suele utilizar a menudo en sus
libros mi admirado profesor Santos Guerra cuando dice que los profesores,
también los padres, forman a sus alumnos
como los océanos forman a los continentes, retirándose. Y todos, aunque sea
difícil, aunque sea doloroso, tenemos que encontrar el momento apropiado para
apartarnos del camino, para dejar espacio a que cada cual cometa sus errores.
Al fin y al cabo no solo les pertenecen sino que tienen derecho a ellos.
¡FELIZ REFLEXIÓN!